martes, 22 de marzo de 2011

La cosa negra

Álvaro González Uribe, 5 de marzo de 2011

Llegó imperceptible. Sólo pocos habitantes empezaron a notar ajeno el aire, unos por su organismo más sensible y otros porque su antigüedad les había tatuado la otrora doncellez del último oxigeno aspirado por Bolívar. La notoriedad fue creciendo cuando algunos objetos se cubrieron de un leve polvillo negro. Extraño, pero nada de qué preocuparse; total, ya eran 500 años sin mayores desvelos.

Fue la primera ciudad fundada por los españoles en América continental y poco había cambiado si se comparaba con otras urbes tanto del Caribe como de los montes andinos del sur. Claro: más gente y construcciones ya no de madera y palmas sino de ladrillos y cemento que ocupaban mayor área que la prístina aldea de 1525. Pese a su desarrollo comercial impulsado por un puerto naturalmente privilegiado y por el turismo, seguía siendo una ciudad pequeña y tranquila.

Refrescada por los alisios que llegaban del Caribe trayendo arenas del Sahara a su costa y por la clorofila de la Sierra Nevada a sus espaldas, tenía un clima ideal. Ciudad radiante, cuyas largas playas brillaban como oro, sus azules de mar y cielo azulaban como añil, y sus verdes de árboles, cerros y prados verdeaban como esmeraldas. Una caja de colores.

Pero la cosa negra llegó. Venía del sur y del oriente en grandes camiones, en trenes y por el aire, y también del mar cuando cerca del litoral se trepaba en sus olas retornando a tierra.

Poco a poco desaparecieron los colores bajo la cosa negra, y se fueron tupiendo tubos, conductos, los viejos cañones contra piratas y hasta los mínimos vasos capilares por la cosa negra. Ya era lenta la circulación dentro de los cuerpos vivos, en la ciudad y en sus construcciones ante la apelmazada masa peregrina y ubicua de la cosa negra.

Cuando empezó a ser más ostensible algunas voces protestaron, sin embargo, unas se calmaron ante las promesas de los dueños de la cosa negra y otras se fueron apagando cansadas u obstruidas por la cosa negra.

La cosa negra pasaba por la ciudad y sus alrededores para ser embarcada en cientos de buques que la transportaban allende los mares. Pero parte se quedaba enredada en la ciudad, en sus techos y escondrijos, en las sábanas, en las camisas blancas de lino, en las fachadas de la Catedral y de las casas republicanas, en la espuma de la leche de coco y en la verdad del “olparcito”, en los techos, en los trupillos y almendros, en el agua de ríos, fuentes, albercas, ciénaga y mar, y en la gente y los animales por dentro y por fuera.

Un día no hubo ya cómo encontrar una hoja blanca de papel para escribir una protesta, un memorial, una carta de amor o un poema. Muchos recurrieron a pasar su índice por entre la cosa negra para marcar sus palabras encima de lo que fuera.

La cosa negra era poderosa, imponía reglas y dirigentes, y hasta los contenidos de los renegridos textos escolares. Sin duda la cosa negra era la dueña y en tan solo 30 años instaló su manto en la ciudad.

Eso fue hace mucho tiempo. Hoy queda solo una montaña de cosa negra, más montaña que cosa, casi tan alta como la Sierra ya sin penachos blancos y también negra. Quedan sólo dos montañas negras... ¿Y la gente? La mayoría huyó de a poco, y sólo algunos se quedaron: los más obcecados, los incrédulos y los más viejos que como capitanes de barco permanecieron en su otrora cosa colorida, hasta que fueron todos sepultados por la cosa negra.

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